El silencio de la sirena

Aquella noche no fue distinta. Sin poder dormir contemplaba el mar esperando la aparición que lo mantenía despierto, la melodía que lo aterraba y fascinaba. La luna estaba llena y las olas parecían tener brillo propio. Su espera no fue en vano, pues pronto, en la misma roca, apareció lo que con tanto anhelo aguardaba noche tras noche... una sirena.

Por un momento sus miradas se cruzaron. Con un escalofrío, esperó a que empezara con su canción para cerrar la ventana. Conocía de sobra lo que les pasaba a los hombres que osaban escuchar el dulce canto de una sirena. Pero, por alguna razón, la criatura no abrió la boca. Se quedó quieta, sonriendo, sin dejar de mirar a su observador tras la ventana. Su piel azulada brillaba incluso más que las olas bajo la luz de la luna.

El muchacho esperó, fascinado por su belleza y su calma. Pasaba el tiempo y la sirena no se movía... y tampoco cantaba. Sin poderlo aguantar, el chico salió de la protección de su casa para verla más cerca... más cerca, cada vez más cerca. Cuando quiso darse cuenta, se encontró en la playa, a escasos metros de la criatura y su silencio. En su cabeza no había otra cosa que la belleza de aquellos ojos claros y la palidez de una piel suave y húmeda. Casi podía tocarla... Pero sus dedos no alcanzaron su destino, pues la sirena se sumergió en silencio y desapareció. El muchacho se quedó quieto, observando la direccion por la que su sueño se había marchado nadando.

Esa fue la última vez que vió a la delicada criatura. Pero lejos de olvidarla, cada noche salía a la playa para esperar a su sirena silenciosa. Cada noche que pasaba sin verla deseperaba un poco más, hasta que se convirtió en una obsesión. Pasó el tiempo y la obsesión se convirtió en locura. Comprendió entonces que las sirenas gozan de un arma más fatal que la amenaza mortal de su canción: su silencio.